Mi Madre o la sabiduría de incógnito



Ayer estuve hablando con mi vieja, mi madre. Ella tiene 74 años vive sola en su departamento en Concepción al sur de Chile, cerca de la casa de mi hermano. Estuvimos charlando sobre muchas cosas, por ejemplo, cómo ella lleva su vejez con una renta estrecha, pero que no la intimida. Ella nunca se queja, da servicios de costura  y siempre esta dispuesta a ayudar a alguien. Además participa activamente en la iglesia católica de su barrio. Mi madre es muy devota, tanto así que me confesó los votos que tomó hace muchos años cuando las cosas de la vida la llevaron a enfrentar la separación con mi padre. Votos que ha mantenido sin quebrar todos estos años. En silencio se volvió a Jesus y a la Iglesia ejercitando una fe profunda y particular. Por supuesto hablamos sobre mi padre, su niñez en Berlin en el seno de una familia judía, cuya madre con raíces protestantes decidió abrazar el judaísmo para poder casarse con mi abuelo. Mi padre arrastró en silencio los golpes recibidos por el destino de sobrevivir la segunda guerra mundial. Hablamos de sus miedos, de sus fortalezas y de los numerosos encuentros y desencuentros y cómo, aunque él murió hace ya más de diez años, ella aun lo ama. Conversamos también sobre sus padres, mi abuelo español ejemplo del machismo cultural del Chile colonial y sobre mi abuela querida, chilena de tomo y lomo aguerrida, silenciosa y sabia. Los recuerdos de su infancia en los campos de Valdivia por allá por 1950, me los cuenta como bajando la voz, llena de travesuras y también de nostalgia. El terremoto de sur de 1960 se lo llevó todo. Terminamos hablando del Chile de entonces, ejemplo de orden y honestidad, pero también de desigualdades sociales y de género, y del Chile de hoy, que a su parecer no ha resuelto nada de lo de entonces y además esta estresado, corrupto, febril y tenso. Ella reza por todos para que haya paz y tranquilidad.
Me quedó una sensación difícil de describir. En un momento visualicé mi vida sujeta a la de mis padres, mis abuelos, sus padres y sus abuelos, la mayoría, sino todos, desconocidos presentes en una cadena infinita donde, por alguna razón que desconozco, aparezco yo, mis hijos, hacia un futuro que también desconozco y donde el presente se escribe en un lenguaje que no es posible descifrar porque no existe. Tan pronto parece que asimos algo, tan pronto se desvanece, dejándonos recuerdos y sensaciones que tercamente atesoramos en algún lugar de nuestras mentes y corazones.
De toda esa cadena visualicé, que la sangre que corre por mis venas es una mezcla de la de todos ellos, Polacos, Alemanes, Españoles, Judíos, Araucanos, Mapuches, Incas, al final soy todos y no soy ninguno. Llevo la herencia de judíos, cristianos, musulmanes, cosmogonía amerindia, miles de generaciones que a través del tiempo y en la búsqueda de lo sagrado se han perseguido y estigmatizado siempre, preguntándome finalmente para qué?.  Entonces concluyo que mi amor no puede tener fronteras, no puedo dejar a nadie fuera de él, pues todos están en mí.  
En mis meditaciones muchas veces vuelvo a este sentimiento,  cuándo visualizo el surgimiento de orgullos falsos.
Finalmente reconocí que mis padres de esta vida tenían que ser ellos y no otros, aunque suene absurdo. Únicamente y a través del amor de mi madre estoy aquí ahora y a través de mi padre, encontré el budismo en lengua germana,  pues a el llegué por su legado. Me inclino ante mis padres y por ellos, me inclino ante todos mis antepasados. El amor en su más puro ejercicio entonces, no tiene fronteras físicas ni temporales y abarca a todos los seres de todos los tiempos y de todos los mundos. 
Mirando estas lineas me sorprende observar a que conclusiones puedo llegar, con una simple conversación con mi vieja. Benditas todas las madres del mundo.

                                  

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Una cuestión largamente esperada.

¿La filosofía, muerta?